Rafael Baena
Ciertas personas de cuatro patas
Luna Libros
2014
176 páginas
El niño va montado sobre Panela, una vieja yegua mora con la rienda apretada sobre su mano izquierda y la derecha sobre la silla de montar. No alcanza los estribos y tiene que apoyar los pies sobre los correajes. El niño es el escritor Rafael Baena en la hacienda Baza, en Boyacá, hace 50 años. Este es el recuerdo más remoto que le viene a la memoria a la hora de escribir Ciertas personas de cuatro patas, un bello libro, entre autobiográfico e histórico pero siempre con tono muy personal, que habla de su pasión por los caballos: “Ese niño soy –o era– yo, y ahora, transcurrido medio siglo, en realidad no estoy muy seguro del nombre de aquella yegua, pues ese dato me fue suministrado años después por Antonio, mi padre. Pero tengo claro el placer arrebatador de aquel olor y del resto de los recuerdos de mi cabalgata a lo largo del camellón de la hacienda Baza, durante las que quizá fueron mis primeras vacaciones ecuestres”.
Otro recuerdo borroso y menos grato de su infancia en relación con los caballos ocurrió en Sincelejo -donde nació Baena- y tiene que ver con las corralejas, a las que lo llevaba su abuelo. Un pandemonio en una improvisada plaza de toros en la que garrocheros, a caballo, toreaban enormes cebúes, entre la algarabía del público y el ruido atronador de bandas papayeras. Hombres corneados y caballos galopando enloquecidos: las primeras escenas de violencia en vivo y en directo de su vida. Sin embargo, los que prevalecen son los buenos recuerdos: muchos caballos queridos, entre ellos, en el que aprendieron a montar sus hijas, el que salvó de una muerte dolorosa, la yegua que le salvó la vida y Casandra, “una alazana de gran alzada” a la que le prometió que si algún día escribía una novela, los caballos serían protagonistas. Por cierto, Baena ha cumplido su promesa en varias de sus novelas y especialmente en la titulada ¡Vuelvan caras, carajo!, un homenaje a Juan José Rondón y a los jinetes llaneros de la guerra de Independencia.
“En aquella batalla me habían matado mi caballo Laurik, mi consuelo en la tierra”, dice el escritor ruso Isaac Babel en Caballería Roja. A lo largo del libro, Baena se refiere a los caballos como sus amigos y relata varios episodios que revelan una comunicación profunda que pueden llegar a tener algunos seres humanos con aquellas “personas de cuatro patas”. Para él, la mejor descripción de esa comunicación está plasmada en la película Avatar en la que los jinetes del planeta Pandora, al montar sobres sus équidos de dos patas, conectan las terminales nerviosas de sus cabelleras a las crines de las monturas para formar una sola entidad. Hipócrates recomendaba montar a caballo para tener buena salud y prevenir enfermedades; existe una disciplina, la equinoterapia, aceptada por la comunidad científica, que se aplica a niños con limitaciones neurológicas o personas que han perdido sus piernas, para estimular su médula espinal y sus conexiones nerviosas. Como simple jinete, Baena da fe “de la transformación que obra en el ánimo un paseo a caballo, por breve que sea”.
Cuando las guerras terminaban –cuenta Varujan Vosganian en El libro de los susurros– en el campo de batalla quedaban solamente los caballos muertos. Nadie los recogía pese a que la historia de los hombres es en gran medida la historia de los caballos. El caballo como arma, como tecnología de guerra: algo que terminó en la Primera Guerra Mundial cuando fueron reemplazados por tanques y vehículos blindados. Aunque hubo honrosas excepciones. Los 20 regimientos de la caballería polaca combatiendo contra los panzer de Hitler: “Sables curvos y lanzas contra cañones; cascos contra planchas de blindaje y orugas de acero”. Baena nos hace recuento de las mejores gestas históricas sobre los lomos de los caballos: Alejandro Magno, Aníbal, Julio César, Adriano, Napoleón, Bolívar, los sioux, los llaneros.
El caballo, relegado a bestia de carga, ha dejado de ser protagonista de la historia. Por eso, Baena suscribe con Fernando Savater esta inquietud: “Tal vez debamos preguntarnos mejor qué tan humanos somos ahora que estamos sin caballos”.
Ciertas personas de cuatro patas
Luna Libros
2014
176 páginas
El niño va montado sobre Panela, una vieja yegua mora con la rienda apretada sobre su mano izquierda y la derecha sobre la silla de montar. No alcanza los estribos y tiene que apoyar los pies sobre los correajes. El niño es el escritor Rafael Baena en la hacienda Baza, en Boyacá, hace 50 años. Este es el recuerdo más remoto que le viene a la memoria a la hora de escribir Ciertas personas de cuatro patas, un bello libro, entre autobiográfico e histórico pero siempre con tono muy personal, que habla de su pasión por los caballos: “Ese niño soy –o era– yo, y ahora, transcurrido medio siglo, en realidad no estoy muy seguro del nombre de aquella yegua, pues ese dato me fue suministrado años después por Antonio, mi padre. Pero tengo claro el placer arrebatador de aquel olor y del resto de los recuerdos de mi cabalgata a lo largo del camellón de la hacienda Baza, durante las que quizá fueron mis primeras vacaciones ecuestres”.
Otro recuerdo borroso y menos grato de su infancia en relación con los caballos ocurrió en Sincelejo -donde nació Baena- y tiene que ver con las corralejas, a las que lo llevaba su abuelo. Un pandemonio en una improvisada plaza de toros en la que garrocheros, a caballo, toreaban enormes cebúes, entre la algarabía del público y el ruido atronador de bandas papayeras. Hombres corneados y caballos galopando enloquecidos: las primeras escenas de violencia en vivo y en directo de su vida. Sin embargo, los que prevalecen son los buenos recuerdos: muchos caballos queridos, entre ellos, en el que aprendieron a montar sus hijas, el que salvó de una muerte dolorosa, la yegua que le salvó la vida y Casandra, “una alazana de gran alzada” a la que le prometió que si algún día escribía una novela, los caballos serían protagonistas. Por cierto, Baena ha cumplido su promesa en varias de sus novelas y especialmente en la titulada ¡Vuelvan caras, carajo!, un homenaje a Juan José Rondón y a los jinetes llaneros de la guerra de Independencia.
“En aquella batalla me habían matado mi caballo Laurik, mi consuelo en la tierra”, dice el escritor ruso Isaac Babel en Caballería Roja. A lo largo del libro, Baena se refiere a los caballos como sus amigos y relata varios episodios que revelan una comunicación profunda que pueden llegar a tener algunos seres humanos con aquellas “personas de cuatro patas”. Para él, la mejor descripción de esa comunicación está plasmada en la película Avatar en la que los jinetes del planeta Pandora, al montar sobres sus équidos de dos patas, conectan las terminales nerviosas de sus cabelleras a las crines de las monturas para formar una sola entidad. Hipócrates recomendaba montar a caballo para tener buena salud y prevenir enfermedades; existe una disciplina, la equinoterapia, aceptada por la comunidad científica, que se aplica a niños con limitaciones neurológicas o personas que han perdido sus piernas, para estimular su médula espinal y sus conexiones nerviosas. Como simple jinete, Baena da fe “de la transformación que obra en el ánimo un paseo a caballo, por breve que sea”.
Cuando las guerras terminaban –cuenta Varujan Vosganian en El libro de los susurros– en el campo de batalla quedaban solamente los caballos muertos. Nadie los recogía pese a que la historia de los hombres es en gran medida la historia de los caballos. El caballo como arma, como tecnología de guerra: algo que terminó en la Primera Guerra Mundial cuando fueron reemplazados por tanques y vehículos blindados. Aunque hubo honrosas excepciones. Los 20 regimientos de la caballería polaca combatiendo contra los panzer de Hitler: “Sables curvos y lanzas contra cañones; cascos contra planchas de blindaje y orugas de acero”. Baena nos hace recuento de las mejores gestas históricas sobre los lomos de los caballos: Alejandro Magno, Aníbal, Julio César, Adriano, Napoleón, Bolívar, los sioux, los llaneros.
El caballo, relegado a bestia de carga, ha dejado de ser protagonista de la historia. Por eso, Baena suscribe con Fernando Savater esta inquietud: “Tal vez debamos preguntarnos mejor qué tan humanos somos ahora que estamos sin caballos”.